10 diciembre 2012

Hacia atrás



Cuando tenía 10 años escribí un ensayo sobre la nada.  El concepto tomó la forma en mi mente de una sustancia líquida y viscosa que se contagiaba y se expandía a mi alrededor. Recuerdo que apareció como una sensación de alarma, como un depredador del que debía huir y evitar, ahora que era consciente de que existía. Se hallaba en la resignación, en la decadencia monótona y repetitiva de las personas grises que estaban demasiado ocupadas
con sus vidas, como para darse cuenta de que tenían una vida que estaban ocupando, no viviendo.

A pesar de lo mucho que había llorado hasta aquel entonces, no le tenía miedo a casi nada, porque podía contar siempre conmigo misma. El dolor, la rabia, el odio, la incomprensión y la necesidad eran compañeras de viaje que cuando aparecían me servían de recurso para enfrentarme a lo que fuera que hubiera que envestir. Alimentaban mis convicciones,reforzaban mi ego. Eran una un sólida guía y hacían de faro en la oscuridad del alma, cuando
nada tenía sentido, cuando la gente buena hacía cosas malas, y todo seguía como si nada, porque nadie parecía querer dar un duro por nada.  

Yo era así, un vendaval de entrañas, con la brújula y la ética arraigadas en el pecho, mucho más que en la cabeza. Si algo me entristecía, estaba mal; si algo me hacía feliz, era sin duda lo correcto. He de decir que todo esto venía de serie con una extraña susceptibilidad al sufrimiento y a la injusticia, que no todos mis compañeros de clase compartían conmigo. Cuando me tocaba a mí elegir equipo en gimnasia para un partido entre equipos, escogía  primero a mis más leales amigos, como hacía todo el mundo. Pero una vez que ya estaban elegidos y cada capitán contaba en su plantilla con sus más allegados, yo no llamaba a filas a los populares ni a los que mejor jugaban. En concesuencia, el otro capitán estaba encantado, claro, porque mientras él escogía en su turno a los favoritos de la clase, yo prefería elegir a los compañeros marginados que siempre se quedaban para el final. Era una mala estrategia para ganar puntos en el ecosistema, está claro. Y hasta los amigos que yo había elegido se echaban las manos a la cabeza con mis decisiones. Pero a mí salía a cuenta.

En ese fugaz momento de poder, cuando todos estaban pendientes de mi decisión, miraba las caras de mis compañeros. Allí estaban los chulitos de brazos cruzados, con el pecho fuera y la cabeza bien alta, tanto que alguno se podría haber dislocado el cuello. Las chicas trataban de ponerse masculinas, acaparando todo el espacio que podían con su cuerpo, hinchando los hombros, como dando a entender que también podían plantar una buena batalla. Detrás se ponían a los que se la traía al pairo en qué equipo fueran, y si los escogían o no. Estaban a lo suyo, hablando de lo que fuera o entretenidos con los tazos, pero con la segura tranquilidad que les daba saber, que había otros que siempre serían escogidos por detrás de ellos. Y finalmente los parias que sí que eran siempre  la última opción. Su deseo no era ser elegidos los primeros, sino que más bien rezaban por no resultar el último esta vez. Era un momento incómodo, aunque siempre se tata de aguantar el tipo, pero no había ni felicidad ni orgullo en sus caras, sino ganas del que momento pasara cuanto antes con disimulo. 

Y esa era la variable que a mí me gustaba cambiar.-A Dani.- sentenciaba yo. Y un chulito comenzaba a acercarse, -No, tú no, Dani el rubio-  Y los hombros caídos de Dani el rubio daban un respingo de sorpresa al compás de sus cejas.  Sorpresa y alegría. Me mira,  pone cara de no terminar de entenderlo. Alivio, sonrisa. Alivio y alegría por mi mano. Qué gran satisfacción causar ese efecto contagioso en alguien, y cómo me sentía de conectada con mi decisión,  cuando me miraban a los ojos y sonreían.  No había mejor elección para jugar un buen partido, porque ellos siempre ponían su mejor versión en el campo. Y yo sentía que me embargaba una sensación maravillosa de haber enderezado el eje del universo con mis manos. Claro que, muchos pensaban que era simplemente estúpida. Y quizá llevaran razón, porque casi nunca ganábamos el partido. Pero como he dicho antes, a mí me salía a cuenta, porque cada uno de ellos me proporcionaba un contagio emocional que valía por diez victorias. 

Y así me pasaba un poco con todo. Las decisiones divergentes tenían a menudo una recompensa para mí, que a nadie más parecía interesarle. Y la indiferencia, por el contrario, me suponía un coste que no me podía permitir, mientras que el resto disfrutaba sin darse por aludido. Que un pequeñajo se caía en el patio y se raspaba las rodillas, allí se lanzaba mi cuerpo apremiado por el llanto del enano. Eso sí, seguía con un ojo que no se me colasen para saltar a la goma. Pero el impulso irrefrenable de dar consuelo a aquel dolor era superior a lo demás. No hacía falta pensarlo. Las señales llegaban a mi cuerpo y hacían mío el dolor y la urgencia por calmarlo. Inexplicablemente estas cualidades no me convirtieron en la chica más popular de la clase, hasta que no me empezaron a crecer las tetas.